“El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.” (Lc. 24, 1-3)
El Evangelio de San Marcos (15, 47) cuenta que María Magdalena y María la de José, se fijaban dónde era puesto el cuerpo de Jesús. También Mateo lo recoge (27, 61). Ellas son quienes acompañan esa ceremonia del enterramiento, precipitado por la hora del día –viernes a última hora-, y allí están fijándose.
Es hermoso este detalle. Eran los hombres los que estaban cargando a Jesús de un lado para otro, los que estaban haciendo los preparativos que podían en aquel momento atropellado, depositándolo en el sepulcro, cerrando la piedra. Ellas estaban allí, lo contemplaban sentadas –estarían agotadas, naturalmente-, pero fijándose, ¡fijándose!
Es que realmente todo empieza por aquí. Era el amor que tenían a Cristo lo que a esas dos mujeres –y también a las otras- les hacía olvidar toda otra cosa, toda otra preocupación, las ocupaciones en sus casas con sus familias. No planeaban nada en esos momentos de sus vidas particulares. Dejado todo, movidas por el amor, estaban allí y se estaban fijando, fijándose en todo lo que ocurría, fijándose en el lugar exacto donde ponían a Jesús: ¡fijándose! Fruto de esta preocupación tan amorosa de ver dónde estaba, fueron las primeras en dirigirse al sepulcro.
No hay nada más contrario a este fijarse que lo que hace la gente ordinariamente, siempre y en todas partes, con la frivolidad. Una persona que es frívola no se fija en nada, pasa por encima de todas las cosas de la manera más tonta sin que nada le llame poderosamente la atención. Si no hay amor, se mariposea. Frivolidad, disipación, ¡cuántas cosas hacemos, cuántas cosas queremos abarcar, de cuántas cosas nos queremos enterar, qué curiosidad más inútil! A veces, incluso buscamos tantas distracciones… Y, además, vivimos sumergidos en ruidos. Parece mentira cómo la gente busca como lugar de sosiego, de relax, de paz, lugares con unos ruidos continuos, música continua que no permite el silencio. Y no sólo ruido que entra por los oídos, sino también ruido trepidante que entra por todas partes a lo más hondo de nuestro cerebro, de nuestro conocer, de nuestro pensar, ¡ruidos!
Todo eso impide que seriamente nos fijemos en las cosas importantes, que nos fijemos en ese norte que es Cristo, que pongamos toda nuestra atención en la ruta que nos lleva hacia Él. Estamos hundidos en curiosidades vanas, disipados, frívolos, ensordecidos, completamente embobados, distraídos. ¡Fijarse bien, como aquellas mujeres en aquel atardecer! ¡Fijarse bien!
Por eso, qué hermoso es estar en soledad y silencio: ¡qué bien se está aquí! No se trata de pensar, como en el Tabor, por qué no nos quedamos aquí. No, tenemos que volver al maremágnum pero con la experiencia, con el gusto de esta paz para fijarse en las cosas. Porque, como decíamos al principio, todo empieza en ese fijarse fruto del amor, pues donde no hay amor, es imposible: una cosa nos solicitará enseguida de otra, rápidamente, y acabaremos en ese mariposeo frívolo. Fruto del amor es fijarse. ¿Cómo vamos a hacer cosas importantes, cómo vamos a realizar bien nuestra misión, si como seres humanos no pensamos transidos de amor?
(Extraído de “Se alegraron de ver al Señor. Meditaciones acerca de la Andadura Pascual”; Natàlia Plà a partir de textos inéditos de Alfredo Rubio de Castarlenas; Ed. Edimurtra)