El desierto no deja indiferente, puesto que es mucho más que un sitio. Si nos abrimos a él, su imponente naturaleza -la física y la sutil- nos conmueve hondamente porque, en esencia, es un estado del alma. Así lo intuimos si atendemos al latido de nuestro más íntimo anhelo y así lo experienciamos por poco que lo acojamos.
Basta con (de)morar en el desierto, dejarse reverberar con él. Pronto se abraza la cancelación de la velocidad, se asiente la disolución del acontecer ordinario -aquella insustancial y activa linealidad que apunta siempre lejos del profundo y reposado centro- y se renuncia a la insensata y recurrente expectativa de otro momento y lugar. Basta con despojarse, con observar quedamente al frente, arriba y adentro, con escuchar el silencio. Basta, en definitiva, con una espera atenta. Y se desvanece el velo, se diluyen las capas que aíslan de sí y del inefable fondo de la realidad, y progresivamente se comprende la indistinción entre ambos. Emerge, entonces, la dimensión sin dimensiones, la abisal e ilimitada presencia en la que se sumen con simplicidad absoluta el tiempo y el espacio.
~ ~ ~ ~
Durante mi estancia en la Murtra de Santa Maria del Silencio me sentí un poco más cerca de la intuición del ritmo del Ser sobre la que escribió magníficamente Raimon Panikkar. Diariamente, tras meditar en el oratorio durante el extraordinario momento que es la vigilia del alba, salía a andar por el desierto en la todavía gélida noche. Con la aurora, mientras me iba fundiendo con la cadencia de mis pasos, detrás la cordillera el sol encendía majestuosamente el cielo con todos los violetas, rojos y naranjas de la creación. Luego de surcar la llanura durante algunas horas, y ya con el ardiente astro sobre mi cabeza, alucinado por no otro fuego que el interno, regresaba al cobijo de la sombra y la quietud de mi habitación. Allí me aguardaba un igualmente amplio espacio de entrañable soledad, de indagación interior. Al fin de la embriagadora inmovilidad diurna, en las etéreas noches, la intensamente estrellada bóveda celeste y la refulgente luna se deslizaban lentamente en elegantes arcos sobre el sublime horizonte. ¿Cómo no estar despierto en semejante contexto?
Fueron semanas en las que se reconfirmó la certeza de que la belleza radical del mundo es el intenso eco del supremo misterio; un aparecer irresistiblemente seductor, hecho de reflejos y transparencias, mediante el que la Fuente se revela en todo y nos atrae hacia ella.
Durante ese periodo -una suspensión que deseaba permanente- observé la desnudez circundante y la que crecía en mi interior, percibí de nuevo la fecundidad del vacío, asistí al discurrir de mi mente en el seno de la estaticidad de la consciencia, contemplé la danza cósmica y constaté participar de ella… Modos de desaparecer un poco, poco a poco, para ser un poco más.
Allí donde algunos dicen que no hay nada, está todo. Sí, somos el desierto.
Xavier Perarnau