Hace unos pocos días falleció una vecina de Chiu-Chiu. Se llamaba Marianela Velázquez. Tenía 56 años. Su voluntad fue que la cremaran. Sus hijos llevaron la ánfora con las cenizas desde Calama (donde falleció) hasta Chiu-Chiu, el pueblo donde ella siempre vivió y al cual amaba.
Cuando llegaron, un nutrido grupo de personas la esperábamos a la entrada del pueblo, en el lugar denominado Calvario. La recibimos con un emocionado y cerrado aplauso. Desde allá, nos fuimos todos caminando en procesión al lugar donde la iban a velar, la sede del Adulto Mayor. Los hijos encabezaban la procesión. Sebastián llevaba el ánfora y Natalia, una foto de su madre. En la sede, se depositó el ánfora y la foto en el lugar que se había preparado con flores, velas, … varias personas hablaron y dieron su testimonio sobre Marianela. Una mujer extraordinaria que, desde su sencillez y simpatía, se hizo querer por todo el mundo. Una mujer solidaria que siempre estuvo en primera línea ayudando a quién lo requiriera, impulsando iniciativas o campañas para paliar alguna necesidad. Una mujer que amaba la naturaleza, todos los seres vivos. Durante años trabajó en un programa de reproducción de especies nativas del desierto de Atacama. Cada planta, cada cáctus, cada arbolito era cuidado por Marianela con un mimo difícil de igualar. Especialmente a los que estaban en la “maternidad” y que eran los que apenas tenían poco tiempo de haber germinado la semilla. Era un gozo verla disfrutar de su trabajo y constatar su profesionalismo, pues con el tiempo se había convertido en una verdadera experta en el tema.
A la mañana siguiente, de nuevo, la familia, amigos, vecinos, acompañamos el ánfora y la foto hacia la iglesia para la celebración del funeral. Pero no fuimos directamente a la iglesia, sino que nos desviamos un poco para entrar a la casa de Marianela. Una casa ahora vacía, deshabitada. Sebastián, con el ánfora y Natalia con la foto fueron recorriendo los distintos espacios de la vivienda, después por el patio para, finalmente seguir el camino hacia la iglesia. Fue un momento que no sé cómo describir por su sobriedad, fuerza, emoción contenida, silencio… En ese momento pensé que ningún experto en performance habría logrado algo de tanta belleza, autenticidad y hondura.
Lourdes Flavià
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