Todo el mundo conoce este concepto, basado ciertamente en la realidad, de hermanos de sangre, por ser hijos de un mismo padre y madre.
Incluso muchos, hurgando en los parentescos, descubren que son primos en primero, segundo o tercer grado.
Pero hay otro concepto -también real- más hondo y más amplio. Todos somos existentes. Somos hermanos en la existencia.
La existencia es nuestra primordial familia. Todas las diferenciaciones entre los individuos -genéticas, ambientales, culturales, etc.- se construyen sobre esta base trascendental del existir.
Hacer de la familia carnal el básico elemento de la sociedad puede llevar -y de hecho ha llevado con frecuencia- a establecer divisiones entre los seres humanos: clanes, etnias, razas, clases sociales, países, naciones… y a desencadenar fuertes competencias entre ellos.
Una visión de la familia que olvide ese nivel más elemental de todo ser humano que es el mero existir puede desencadenar terribles turbulencias y guerras.
La familia es algo real, bueno, necesario, pero debe ser como un cilindro: abierto por la base a esa primigenia comunidad de todos en la existencia, y abierto también por arriba para incorporar sus miembros y los hijos, con solidaridad, a la sociedad. Pero, qué difícil será esto segundo si la familia, cerrando su fondo como un saco, no sorbe la savia del común existir de todos en la tierra. Por muchas diferencias que pueda haber entre un esquimal y un pigmeo, es mucho más lo que les une: ¡existen!
Toda persona medianamente culta conoce aquel atrayente personaje que era Francisco de Asís, quien decía: «Mi hermano sol, mi hermano lobo». Claro que hay una comunión con todo lo existente. Pero entre los diversos seres humanos la hay, podríamos decir, en primer grado. Cuando San Francisco se dirigía a su discípulo fray León, se sentiría aún más cercanamente hermano.
Muchas filosofías o éticas luchan contra esa prepotencia que se irroga la familia básica, pero lo hacen desde una inmanencia de aquello mismo que combaten, pues pretenden hacer unas nuevas familias hijas de ideologías o intereses globales a nivel muy terreno.
Todos hemos de descubrir nuestra fundamental fraternidad existencial. Sobre esa realidad, la familia, los consanguíneos, encontrarán su justo lugar. La familia no constituirá quebraduras en la convivencia que fluye de ese manantial más hondo -y gozoso- del existir codo a codo.
Alfredo Rubio de Castarlenas