Doña Francisca Güell y López nació en el pueblo de Versalles, Francia, y creció en el palacio de los Güell en la calle Portaferrisa, junto a las Ramblas de Barcelona. Fue clarividente testigo del último siglo de la Modernidad.
Profundamente culta. Y delicada artista en su vivir y quehacer. Con sus cuadros expresa lo que quizá hubiera necesitado muchos libros para describir.
Ella presentía la debacle del imperio de la Razón -las últimas zancadas del Despotismo ilustrado- que pisoteaba la libertad de los demás y hasta renunciaba a la propia inventando el determinismo para evitar la responsabilidad.
Por eso puso manos a la obra con visión de futuro y lo hizo con decisión y coraje. ¡Ella, mujer al parecer tan frágil en grácil silueta, siempre elegante!
Había vivido, fronteriza, la guerra Europea, sintió en carne propia la terrible contienda civil española. Y se angustió con la tragedia de la guerra Mundial! ¡A todos esos desastres había ido a parar la Modernidad!
Contra todo lo vaticinado por el Progreso, los medios técnicos habían desembocado en la bomba de Hiroshima y Nagasaki. La alocada carrera por la industrialización había abocado en el desequilibrio ecológico que pone en peligro a la misma humanidad toda. Y nunca ha habido mayores y globales injusticias en la Historia que en estas décadas nuestras. Ni tantos ricos ni tantos pobres. Ni tantos saciados ni tanta hambre. Algo, pues, fundamental, fallaba en la sociedad.
Y eso fue lo que Doña Francisca vislumbraba claro.
La Modernidad deseaba construir todo sobre la humana Razón. Había endiosado a ella y lo expresó entronizando en Notre Dame, la catedral de París, a una mujer desnuda, coronada de flores, llevada sobre una gran bandeja en procesión.
No era precisamente imagen de la humilde sabiduría. Lo era de la soberbia Razón que se erigía en dueña absoluta. ¡Qué imagen tan deformada del mismo Dios!
Doña Francisca era cristiana y heredera de todas las filosofías, teologías y tradición de nuestra cultura. Y era mujer de recóndita y recoleta oración.
Casada con Francisco, hijo del Marqués de San Mori, vivió en otro palacio; aquel en que en el siglo XVI, moró enfermo San Ignacio, recogido allí con emoción por la caridad de sus moradores.
La habitación que ocupó ese santo tan abnegado y valeroso fue oratorio para Doña Francisca y lugar donde sorbió luces y energías para su proyecto.
Desplomada la Modernidad, en el clamoroso, notorio y sangrante fracaso de ese Progreso hipócrita, ella veía, «sabía» que había que fundar la nueva época, nueva y no sólo una inercia postmoderna cada vez más podrida. Había que fundarla, repito, sobre otro terreno y otros pilares: la Libertad. Sobre una libertad liberada de aquellos cerrojos que la Razón despótica le había impuesto.
¡Qué hermosos los gritos de Liberté, egalité y fraternité de la Revolución francesa! pero eran como leones -sí, leones-, pero nacidos en zoo cercado por la razón de la ilustración. Nunca tuvieron, pues, aquellos, altísimas intenciones, auténtica libertad. Desembocaron enseguida en el Terror que hollaba aquello mismo que proclamaban: arrollaban la liberté de los otros, no aceptaban la egalité de los vencidos, ni la fraternité con todos los semejantes.
Y pronto todo condujo al Imperio. Napoleón, con la Enciclopedia en la mano, quiso dominar, doblegar por la fuerza, a su acatamiento. No, por el amor. Conquistar por la fuerza Europa y el mundo. Ni dudó en llevarse sus tesoros.
¡El siglo de las luces y de las sombras!
¡La Razón soberbia! Cuántos Austerlitzs y Gulags, cuántas opresiones de todos sobre todos, qué semilleros de guerras duran hoy todavía y en crescendo a veces. ¡Oh, guerra del Golfo!
¿Dónde está la paz, dónde el respeto a la dignidad del hombre porque existe y es ser humano? ¿Dónde la alegría ya por el mero hecho de vivir?
¡Qué felicidades nuevas y huecas se fabrican y ofrecen a las gentes? Permisividad, droga, música aturdidora, rueda insaciable de consumo, torrentes de información que todo confunden y trivializan, ajetreo en todo. Y hasta en lo lúdico, ¡que se ha convertido también en stress y negocio! ¡Lo contrario al ocio reposante, reparante y reconfortante!
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Doña Francisca era testigo lúcido de todos esos acontecimientos en su larga vida. También vio los sputniks de la guerra fría y a los hombres en la Luna, aunque no la explosión del Sida.
Y ella sola, sola, empezó el contraataque. ¿Cómo?
Proporcionando a la gente, especialmente a los intelectuales y artistas, un espacio apto para que se encontraran a sí mismos en la soledad y el silencio.
¿Por qué?
Porque sólo en la soledad y el silencio se tiene libertad. Allí se encuentra, se paladea, se goza, el ser libre. Y nadie que la alcanza, nunca desea ser de nuevo esclavo.
No hay en el mundo un lugar donde más auténticamente ser libre que cuando uno está solo, cerrada con llave la puerta de su cámara, en transida soledad y en el silencio elocuente del universo. Una habitación cerrada y con una ventana al mundo y al Cielo.
¡Proporcionar este trozo de paraíso a los seres humanos, para encontrarse a sí mismos, cobrar su identidad y ver las cosas con una nueva luz lustral!
Nada de oír en ese ambiente, conferencias, cursos, cursillos, seminarios, ni siquiera conversaciones, consejos, orientaciones… No. Nada. ¡La ancha vacuidad sólo de la solitud y del silencio exterior e interior!
Alfredo Rubio de Castarlenas
14 de diciembre de 1992