Muchas religiones hablan de la humildad como un camino a la perfección. Esto parece, de pronto, un contrasentido. ¿Lo ínfimo dará la plenitud?
Pero, aun reflexionando sólo con nuestra razón, acompañada de nuestro bien querer, llegamos a percibir que no está tan desviada esta manera de ver y de sentir, por mucho que creyéramos que nuestra perfección consistiría preferentemente en la grandeza según el modo de apreciar de las gentes. Y, cuánto más grande fuera nuestra grandeza, mejor.
Sin embargo, la humildad, nos dicen algunos entendidos, es la verdad. Si es así, el devenir humildes no sería nunca nada malo, ya que la verdad la deseamos todos, siempre. Bueno… casi siempre.
Si empiezo a pensar en todo ello, ¿qué me dice la razón?
Tumbados en la playa frente al mar oscurecido, sin nadie que acompañe, y contemplando un cielo que, límpido y sin luna, aún podríamos contar en él más estrellas, es como uno siente con escalofrío esta sorpresa de existir. Ser, a pesar de ser tan casi nada; como unos puñados de arena. Y tan pasajeros como el leve ramalazo de esa brisa nocturna.
Ciertamente uno nota que «antes», uno no existía. Más aún, que podíamos no haber existido nunca. Por ejemplo, si nuestros padres no se hubieran conocido. También es evidente que yo no me he dado el ser a mí mismo. Además, ni siquiera sé exactamente qué es eso de existir, de ser, en medio de la playa y de esas estrellas. Ni puedo explicarme por qué existe algo en vez de nada. Para mi limitada inteligencia, más entendería que, en efecto, no hubiera nada -como
dijeron ya los filósofos- que no que exista algo: ese mismo universo tan grande y tan poblado de galaxias incandescentes. Y sin embargo… no puedo dudarlo: ¡existo!
También a la postre, yo no veo que tenga en mí y por mí la fuerza de seguir sosteniéndome en el ser, al morir. Parece más real suponer que uno queda desintegrado, y desvanecida mi persona. Si persisto de alguna manera sin aniquilarme del todo será un puro regalo como lo es haber empezado a existir. Regalo, aunque para muchos no se sepa aún claramente de quién.
Abrazar toda esta endeblez de mi ser tan limitado con plena aceptación y gozo, podríamos decir que constituye el primer paso de la humildad óntica, es decir, la humildad de conformarme con mi ser contingente; o sea, un ser que ahora existe pero que no tenía por qué llegar necesariamente a ser.
Y acepto, en efecto, esta condición gozosamente, porque veo también que mi única posibilidad de existir «yo» es ser precisamente ese ser contingente que soy o no existiría nunca. Otros padres tendrán «otros» hijos. A mí, no.
Y siento, por tanto, que puedo también exclamar con alegría: ¡qué suerte tener que morir! pues ello quiere decir que existo. En este mundo, sólo no mueren los que no existen. A esta vivencia se llega con un continuo proceso de clarificación y sinceridad con uno mismo.
Pero ¿éso es todo?
No. Yo creo que a partir de ahí, al ir avanzando nuestra vida, nuevos escalones nos llevan a descender para que profundicemos aún más nuestra humildad individual y social.
Junto a esta limitación de ser y entender, que nos abarca, hay otro nivel quizá más desabrido y más costoso de aceptar: no saber amar cómo uno querría generosamente apreciar a las personas, a la naturaleza toda; ya que uno siente que sólo amando sin egoísmo se mantiene firme el andamiaje de nuestro ser.
Y, en cambio ¡qué vacío, cansarse de amar por pura benevolencia! Desfallecer en el empeño. Como si sintiéramos agotado el hontanar del corazón.
Y otro peldaño: enfrentar con paciencia y sin entristecernos, los muchos fracasos de toda índole que nos van agrietando.
Y otro nuevo escalón hacia abajo, es sentir el frío puñal de la traición de gente que acaso, aún nos estima… ¡qué soledad nos invade!
O la gelidez del desamor de otros, quizá tan acentuado, que se vaya transformando en un contra-amor; en odio.
¡Sentirse odiado, qué humillación!
Pero no para aquí esta escalera a lo hondo. El que nos odia, todavía nos tiene en cuenta.
Hay algo peor que nos rebaja más: la indiferencia.
Hace ya bastantes años, estando solo y por primera vez en Nueva York, y sin conocer a nadie allí, pensé que si me ocurriera un mortal accidente, a nadie yo le hubiera importado nada en esa babilónica ciudad. Ni siquiera habría algún enemigo que, al menos, se hubiese alegrado de mi desaparición.
¿Y esa indiferencia, es el último sorbo de la humildad?
Creo que aún falta un peldaño más para llegar a la verdadera humildad: el aceptar gozosamente que nos vayan olvidando poco a poco incluso ya en nuestra vida, hasta llegar al total olvido; como si se quitasen al fin, un fardo inútil de sus espaldas.
Y es curioso; al pensar en ello con paz, se siente una desconocida alegría al presentirnos del todo olvidados.
La humildad nos va llevando -¡qué sorpresa!- a la liberación. A palpar de nuevo la tierra ignota, el «algo» desconocido, el «alguien» presentido, que fue la primera apoyatura de mi ser. Y de mi yo.
Alfredo Rubio de Castarlenas