Lo propio del Espíritu es hacer porosa la materia, abrirla a la Presencia e impregnarla de ella. Al dejarnos ungir por el Espíritu, nuestra rigidez cede y lo que era muro se hace cuenco; eso nos dispone como receptáculo, como Jesús.
Sobre ese espacio desalojado se extiende una comprensión de las cosas que percibimos como verdadera en la medida en que nos abren a más vida. Hacerse receptivo al Espíritu y dejarse conducir implica ser capaces de acoger más realidad y desplegar más aspectos de ella.
… La verdad a la que conduce el Espíritu es el reconocimiento de que donde hay vida vivida desde la donación, está su Presencia, más allá del nombre que le pongamos.
… El círculo trinitario hace que la progresiva extensión de la verdad no sea una confusa deriva, sino una expansión sin que el centro por el que avanzamos quede anulado. Al contrario, es profundizado, susceptible de más posibilidades y significaciones. “Dios es una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia, en ninguna”, dice una antigua sentencia. Quien vive abierto tiene acceso a ese centro que el Espíritu expande por doquier, lo cual se reconoce en la calidad de una existencia descentrada de sí. Los signos son: “amor, alegría, paz, comprensión, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de uno mismo” (Gal. 5,22).
… Al final, el criterio de veracidad viene dado por la calidad de nuestra existencia. Vivir según la verdad conduce a un modo de ser transfigurado en comunión creciente con la Presencia que funda lo Real.
Fragmento de “El Cristo interior” de Javier Melloni