Cuando en las mañanas salgo a caminar, contemplo los campos de cultivo de este entorno. A pesar de ser un lugar ubicado en pleno desierto, Chiu-Chiu es un pequeño oasis gracias al río Loa y a su afluente, el Salado. En esta época del año del verano austral, el maíz o choclo está en pleno crecimiento. Sus tonalidades verdes y amarillas adquieren tonos más intensos a primera hora de la mañana y también al atardecer. Da gusto ver cómo el viento los mece creando una suave y silenciosa danza. Un poco más allá, se ven las plantaciones de cebollín, al lado la beterraga (remolacha) y después los campos de alfalfa. Contrasta con la aridez del desierto que se extiende a su alrededor.
Tiempo atrás, durante años, en estos campos solo se sembró zanahoria. Era un cultivo fácil en el sentido de que no requería mayores cuidados y era relativamente rentable. Sin embargo, con el tiempo la tierra se fue empobreciendo, cada vez le faltaban más nutrientes. El monocultivo repercutió negativamente en la calidad de la tierra y en su productividad.
Los técnicos agrícolas que asesoran a los agricultores de esta zona, les recomendaron diversificar, que empezaran de nuevo a retomar la siembra de otras hortalizas y con ello, la tierra estaría más nutrida y sana. La segunda medida consistía en que cada cierto tiempo, dejaran la tierra en barbecho, descansando.
Así se hizo. Y por eso, ahora, veo con esperanza cómo la diversidad de cultivos vuelve a dar color y vida a estos campos.
Esto me hace pensar en lo que ocurre en el mundo, en nuestra humanidad. Cada vez se tiende más a la homogeneización, creando sociedades cerradas en sí mismas buscando falsas seguridades. Territorios en donde sólo vivan y convivan los que piensan igual, los que tienen las mismas creencias o ideologías, dejando en el margen o simplemente expulsando a los que tienen otras cosmovisiones, costumbres o formas de entender la vida. Con ello se va empobreciendo la calidad humana, la capacidad de aprender unos de otros, de practicar una aceptación activa que dinamice lo mejor de cada uno, la posibilidad de enriquecernos mutuamente, de escucharnos, de mirarnos a los ojos y ver en el otro a un hermano en la existencia.
Este “monocultivo” en la sociedad humana nos empobrece y va creando las condiciones para futuras o no tan futuras plagas que irán dañando cada vez más el tejido humano.
La diversidad, la pluralidad, nos lanza a un territorio ciertamente más desconocido, incluso incómodo pues nos saca de nuestra zona de confort y nos exige ser creativos, trabajar la confianza y generar espacios donde sea posible establecer vínculos que sean un reflejo más acorde con lo que estamos llamados a vivir que no es otra cosa que construir una vida con sentido. El sociólogo Zygmunt Bauman afirmaba que “el progresivo descubrimiento (y redescubrimiento) del “nosotros” constituye la tarea más urgente de la humanidad… ampliar las fronteras del “nosotros” a toda la humanidad, sustituyendo la cultura de la hostilidad por una cultura de la interdependencia y de la fraternidad que tenga el bien común en el centro”.[1]
Y la segunda medida, dejar de vez en cuando la tierra en barbecho. Es decir, darnos tiempo para descansar, para un ocio sano, para compartir y para contemplar. La felicidad no consiste en ser más o menos productivos sino en ser libres e incorporar en nuestra cotidianidad momentos de gratuidad en donde poder apaciguar el ser y cultivar nuestro espacio interior. Seres pacificados ayudarán a crear las condiciones para una sociedad más sana humanamente.
Lourdes Flavià Forcada
[1] Citado en: J. Tolentino Mendonça, La amistad, un encuentro que llena la vida, Ed. Mensajero, 2024