El desierto, en primera instancia, se nos presenta como un lugar inhóspito. No acoge, no distrae, no consuela de inmediato ni nos llena de esperanza. Su primera lección es la desnudez. Aquí, donde el paisaje se reduce a lo esencial, el ser humano comienza también a desprenderse de lo accesorio. No hay refugio para la dispersión: la inmensidad impone atención.
Ese silencio del desierto tampoco es vacío ni negación de nada; más bien es una acción, o acaso una intención elevada, afirmativa y contundente. Por eso, quien se expone a él descubre que muchas de las palabras con las que intenta explicarse son innecesarias: aquí el lenguaje también es frugal. Todo ya ha sido dicho; nada ha sido olvidado.
En la vastedad del territorio, el pensar y el sentir, mermados de estímulos, se decantan hacia la lentitud y la precisión. Poco a poco, aliento y mirada se acompasan para Ser al unísono, y basta una inspiración profunda y consciente para comprender que la claridad no llega en forma de respuestas y que la esperanza es innecesaria; pues todo ya existe y ya nada falta.
Desde ese silencio, también visual, la mirada no tiene mayor distracción y se torna clarividente: el cielo, la tierra, la quebrada, el viento, el agua, los cerros y todos los seres vivientes ya han sido creados; nada sobra ni nada falta. Los tonos cálidos del atardecer, los brotes de primavera, la curiosidad de las llamas, el canto de las aves y el correr de las lagartijas… Todo habla sin mediar palabra. Incluso a la intemperie nocturna, en ese viaje interior de retorno al espacio mítico entre el cielo y la tierra —bajo la infinitud de las estrellas—, solo pervive lo que verdaderamente importa para sostener la vida digna.
Y desde esa mirada limpia, el alma se siente acogida; se descubre invitada y custodia de una danza hospitalaria que, sin saber a ciencia cierta si emana de la tierra o del cielo, de fuera o de dentro, es acogida en la bienaventuranza del desierto: desvelarse ante todo lo creado, allí donde nada nunca sobra ni nada nunca falta.
Texto: Olga Fajardo
Foto: Elena Wang